Factores de riesgo y desencadenantes
Los trastornos depresivos tienen una importante base biológica. Uno de los factores clave es la predisposición genética: las personas con antecedentes familiares de depresión tienen un mayor riesgo de desarrollarla.
Esta vulnerabilidad se relaciona con el funcionamiento neuroquímico del cerebro, particularmente con desequilibrios en neurotransmisores como la serotonina, la dopamina y la noradrenalina, sustancias que regulan el estado de ánimo, el sueño, el apetito y la respuesta al estrés.
Cuando el cuerpo percibe una amenaza, se activa el eje hipotálamo-hipófisis-suprarrenal, liberando cortisol, una hormona que prepara al organismo para responder al peligro.
Sin embargo, cuando el estrés es prolongado y el cortisol se mantiene elevado, los efectos pueden ser tóxicos para el cerebro.
Se ha demostrado que el exceso de cortisol disminuye la concentración, favorece la aparición de ansiedad y depresión, y puede provocar alteraciones del sueño, ataques de pánico, fobias e incluso daño en regiones cerebrales como el hipocampo.
Además, niveles bajos de serotonina están directamente vinculados con la apatía, la irritabilidad y la ideación suicida, mientras que la falta de dopamina puede generar falta de motivación, bajo deseo sexual y una tendencia al retraimiento social.
Factores psicosociales
El entorno psicosocial es otro componente fundamental en la aparición de la depresión.
El estrés laboral crónico, por ejemplo, puede desencadenar trastornos del estado de ánimo, especialmente en contextos de alta demanda y poca recompensa o reconocimiento.
Esto es particularmente visible en los profesionales de la salud, quienes durante la pandemia enfrentaron un aumento de carga laboral, falta de insumos, desgaste físico y psicológico, y un fuerte impacto emocional. Esta situación los convirtió en un grupo altamente vulnerable.
También los conflictos familiares, la violencia doméstica y las experiencias adversas en la infancia —como el maltrato, el abandono o el abuso emocional— son potentes desencadenantes.
Estos factores psicosociales generan un estado de tensión interna constante que, al no ser resuelto, puede llevar a trastornos como la depresión mayor.
La somatización, donde el cuerpo expresa lo que la mente no puede decir, es frecuente en este contexto: dolores de cabeza, problemas gastrointestinales o fatiga persistente pueden ser manifestaciones físicas del sufrimiento emocional.
Factores ambientales
Finalmente, el contexto ambiental juega un papel determinante. Las crisis económicas, por ejemplo, pueden provocar inseguridad financiera, desempleo y precariedad, lo cual afecta directamente la salud mental.
La incertidumbre prolongada debilita las redes de apoyo y puede alimentar sentimientos de desesperanza o inutilidad.
Otro factor ambiental crucial ha sido el aislamiento prolongado derivado de la pandemia por COVID-19.
Según datos recientes, hasta el 43% de la población en España ha presentado síntomas de depresión, y más del 56% ha experimentado ansiedad.
Este confinamiento forzado interrumpió las rutinas, limitó el contacto social y exacerbó la sensación de soledad, todo lo cual incrementó el riesgo de aparición de trastornos emocionales, especialmente en personas con antecedentes previos, adolescentes, adultos mayores o individuos sin redes de apoyo sólidas.
En conjunto, estos factores interactúan entre sí de forma compleja. La vulnerabilidad biológica puede potenciarse por un entorno familiar disfuncional, y este a su vez puede agravarse en un contexto económico o social adverso.
La clave está en reconocer estos elementos a tiempo, comprender sus implicaciones y actuar desde un enfoque biopsicosocial que permita atender la salud mental de forma integral.
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