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Depresión persistente en niños y adolescentes

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Depresión persistente en niños y adolescentes


El trastorno depresivo persistente, anteriormente conocido como distimia, también puede presentarse en etapas tempranas de la vida.

Aunque se trata de una forma de depresión de menor intensidad que la mayor, su duración prolongada lo convierte en una afección de alto impacto en el desarrollo emocional, cognitivo y social de niños y adolescentes.

En estos casos, el malestar se expresa a través de un estado de ánimo bajo o irritable que se mantiene de manera constante durante al menos un año, acompañado por una serie de síntomas que interfieren en el funcionamiento diario.

Cómo se presenta en la infancia y la adolescencia

En los jóvenes, este tipo de depresión puede manifestarse mediante variaciones en el apetito (ya sea por exceso o por falta), alteraciones del sueño (desde insomnio hasta somnolencia excesiva), sensación de agotamiento persistente, dificultades para mantener la atención, sentimientos de poca valía y una percepción negativa del futuro.

En muchos casos, este conjunto de síntomas puede confundirse con comportamientos típicos de la adolescencia, como el retraimiento o la rebeldía, dificultando su identificación temprana.

Las estadísticas indican que entre el 11 % y el 13 % de los adolescentes podrían experimentar un episodio depresivo en algún momento, siendo más frecuente en mujeres.

En niños que aún no han alcanzado la pubertad, las cifras oscilan entre el 2 % y el 10 %.

En cuanto a su evolución, algunos casos remiten de forma espontánea en pocos meses, pero otros persisten por años, lo que incrementa el riesgo de desarrollar complicaciones psicológicas más severas.

Factores que intervienen en su aparición

No existe una única causa para este trastorno; más bien, su aparición responde a una interacción de factores biológicos, emocionales, familiares y sociales.

A nivel neuroquímico, se ha observado que alteraciones en la regulación de neurotransmisores como la serotonina pueden estar relacionadas con la aparición de síntomas depresivos desde edades tempranas.

La predisposición genética también juega un papel importante, sobre todo cuando hay antecedentes familiares de trastornos del estado de ánimo.

Desde el punto de vista emocional y psicológico, el estilo de pensamiento del niño o adolescente, su autoestima y su capacidad para afrontar el estrés influyen en su vulnerabilidad.

Experiencias como el rechazo por parte de pares, dificultades de adaptación escolar, presión por el rendimiento o eventos traumáticos pueden actuar como detonantes.

Además, los entornos marcados por inestabilidad, violencia familiar o carencias afectivas constituyen un caldo de cultivo para el desarrollo de este tipo de trastornos.

Estrategias de tratamiento

El abordaje terapéutico más recomendado combina intervenciones psicológicas con medicación cuando es necesario.

La terapia cognitivo-conductual ha demostrado ser particularmente eficaz, ya que ayuda al menor a identificar y modificar patrones de pensamiento negativos, al tiempo que fortalece habilidades de afrontamiento.

En los casos más complejos, el uso de antidepresivos puede ser útil, pero siempre bajo evaluación y seguimiento especializado.

La implicación activa de la familia y el acompañamiento escolar son pilares esenciales para la recuperación.


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