Depresión en niños y adolescentes
Uno de los indicadores más importantes de depresión en niños y adolescentes es la irritabilidad persistente, más que la tristeza típica de los adultos.
Esta puede manifestarse en explosiones de enojo, hipersensibilidad, llanto frecuente o conductas desafiantes.
A esto se suman cambios marcados en el rendimiento escolar y en la conducta general: bajo rendimiento académico, desinterés por actividades antes placenteras, aislamiento social, insomnio o hipersomnia, y conductas regresivas como mojar la cama.
Estos síntomas, cuando se mantienen por más de dos semanas y afectan el funcionamiento cotidiano, requieren atención inmediata.
Factores de riesgo
Entre los factores que aumentan la vulnerabilidad de niños y adolescentes a desarrollar depresión se encuentran los conflictos familiares constantes, la inestabilidad emocional de los cuidadores, pérdidas significativas en edades tempranas (como la muerte de un ser querido) y experiencias de acoso escolar o exclusión social.
También es relevante considerar antecedentes personales o familiares de trastornos afectivos.
Muchos menores vienen arrastrando un cúmulo de situaciones no resueltas que van dañando progresivamente su bienestar emocional.
Impacto familiar y social
La depresión en menores no afecta solo al individuo, sino a todo su entorno. A nivel familiar, puede haber una alteración de rutinas y conflictos por la dificultad para comprender la situación.
En muchos casos, los padres y cuidadores experimentan culpa, frustración o desesperanza.
A nivel social, el niño puede aislarse de sus amigos, dejar de participar en actividades escolares o incluso ser objeto de rechazo.
Aquí es donde el papel de padres y docentes se vuelve crucial, no solo para detectar signos tempranos, sino también para sostener emocionalmente al menor y canalizarlo hacia la ayuda adecuada.
Necesidad de intervención especializada
Cuando los síntomas de depresión son persistentes y afectan el funcionamiento general del menor, es indispensable acudir a profesionales especializados, como psicólogos y psiquiatras infantiles.
La intervención debe incluir tanto psicoterapia adaptada a la edad y situación del paciente, como trabajo conjunto con la familia y la escuela.
La coordinación entre todos los actores involucrados en el entorno del menor es esencial para asegurar un tratamiento efectivo y una recuperación sostenida.
Además, pedir ayuda no es debilidad, sino una muestra de responsabilidad y cuidado.
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